sábado, 22 de diciembre de 2007

V. Cuento de Navidad

Vale, te cuento como fué una de las veces, pero promete seguir mirándome de la misma forma después o tendremos que dejar de vernos.

Estaba en 3º y había quedado con las niñas del cole, con mis cuatro amigas de ese año en el que por fin me había hecho un hueco, ya sabes como son las cosas en los colegios privados. Que repijas eran... esos centros del Opus es lo que tienen... al menos no llevábamos uniforme, aunque eso hoy en día ya no me disguste tanto.

Bueno, que me voy del tema, pues eso, que había quedado con ellas, venían al barrio porque íbamos a ir a la discoteca Fly, que no es que fuera el sitio más cool del mes, pero era una discoteca, había música, bebidas y chicos. Teníamos 16 años escasos. No podíamos pedir más.

Ya vestida y preparada para salir le pedí "la paga".

En aquel entonces ella ya se gastaba todo el dinero de la compra en jugar a las tragaperras. Ese sábado, en la mañana, había salido con el monedero lleno y había vuelto con el pan y una bolsa con unas latas de atún y media docena de huevos. El monedero vacío, claro.

Asi que se enfureció y, sin levantarse del sillón, comenzó a chillarme. "¿Que dinero quieres que te de?, ¿es que te mereces que te de algo?. ¡Guarra!, ¡a ver si aprendes a limpiar tu habitación en lugar de salir, que eso es lo que te gusta a ti!". ¡Estoy harta!, ¡un día cojo la puerta y me voy!, ¡me teneis hasta los cojones!. ¿Que quieres?, ¿dinero?, ¡mierda tenía que darte!".

Yo aguantaba el chaparrón aunque la verdad, estaba a punto de flaquear y alguna lágrima ya me rodaba por la cara, pero bueno, intentaba no venirme abajo del todo permaneciendo allí de pie, bajo el marco de la puerta del comedor.

Ella se incorporó y sacó el monedero del cajón bajo la tele. Lo que necesitaba era una miseria, de verdad, ¿que podían ser?, ¿500, 600 pesetas?. Pero eso debía ser prácticamente todo lo que le quedaba asi que, roja de ira y con una mala hostia que hacía temblar el edificio, me tiró el dinero al suelo.
"¡Toma!, ¡cógelo!, ¡ahí tienes tu dinero, que te aproveche!. ¡Un día me voy!, ¡vaya si me voy!, ¡a mi no me conoceis, no!".

Y yo, de rodillas, empecé a recoger las monedas desperdigadas por todo el salón, debajo de los sillones, alguna que rodó por el pasillito... Pero mientras lo hacía, mi madre, que ya no era mi madre, que hacía veinte minutos que había desaparecido para dejar paso a la bruja del cuento, la mala de la película, la demente, la perturbada, la gran hija de puta..., me cogió del pelo y me tiró contra el mueble de la habitación. Y como me habia cogido desprevenida me golpeé en la cabeza y me quedé algo atontada. Y ella, llena de maldiciones, vino hasta mi y me dió una patada en el brazo y se agachó y cogió de nuevo mi pelo tirando hacia arriba para erguirme hasta que me arrancó un mechón. Y me golpeaba sin parar con las manos, con los pies, empujando con todo su cuerpo que era el doble que el mio.

Yo gritaba "por favor mamá, para" pero daba igual, ya estaba sorda y ciega, ya no percibía estímulos externos, podría haberse incenciado la casa y hubiéramos ardido las dos en su infierno, con toda la calderilla causante del desastre perdida y carbonizada para siempre, sin que ella fuese consciente de lo que estaba ocurriendo.

Bofetadas, patadas, gritos, empujones contra las paredes, puñetazos y otra vez gritos de voz pastosa que no se entendían. Hasta que paró.

Estaba sudando por el ejercicio, tenía kilos de más y cuidados de menos. Sudaba como una cerda púrpura y cansada. "Coge el puto dinero".

No se muy bien como, apenas veía con las lágrimas que ya eran un rio, pero recogí los cuatro duros de mierda que me habían costado una paliza y me fuí al baño.

No me dolía nada en exceso, estaba como en trance, sangraba por la nariz y me lavé la cara, después me puse más polvos compactos. Por entonces yo apenas me pintaba nada más, no me hacía falta. Repasé mi ropa, limpié la mancha de sangre de la camiseta y dejé un cerco de agua, me sacudí la falda y con la esponja de la ducha le quité el polvo y las rozaduras a mis zapatos.

Cuando salí por la puerta de la casa no me despedí. Paseé durante casi una hora para que el aire se llevase los últimos 50 minutos. No pensaba en nada, no había nada que pensar.

Más tarde, en la semipenumbra de la discoteca , comenzaron a aparecer los morados en mis piernas y brazos pero nadie se dio cuenta excepto yo, que derrumbada en el baño de las chicas, intentaba reprimir el llanto histérico y la situación vergonzante.

No pasa nada. Nunca pasa nada. Estoy bien.
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