martes, 15 de enero de 2008

VII. Azul

A aquel tipo le encantaba que le mangoneara.

Nos habíamos conocido en unas de esas conferencias lejos de tu casa que a nadie le interesan y cuyo único objetivo para todos era librarnos por un tiempo de la oficina y cobrar las dietas por desplazamiento. Yo me había pasado los dos dias que duraban borracha gracias al minibar pagado por la empresa y drogada a base de calmantes para el dolor de ovarios.

Sinceramente no recuerdo muy bien porqué comenzó a llamarme.

Desde el principio supe que era lo que él necesitaba, y no por mi fantástica intuición o mi conocimiento del alma humana, sino porque cuando alguien trata de acercarse tanto a mi solo puede ser ese tipo de persona extraña y perdida que piensa que en mi va a encontrar un atajo en su camino hacia el sexo, lo luminoso y lo sorprendente. Es una lástima que después se den de bruces con la realidad.

El caso es que comenzó a llamarme y me entretenía durante horas pidiéndome que le mandara cosas, que cualquier idea que tuviera en la mente él la haría para complacerme. Yo, más fastidiada que fascinada, le ordenaba absurdeces como follarse a su mujer y pronunciar mi nombre en el momento de correrse. Obviamente no lo hacía pero a él le gustaba decirme después que si lo había hecho y a mi me daba igual que fuese o no verdad.

El tipo no estaba mal, tenía un gran trabajo, era ingeniero y tenía uno de esos puestos destacados en una empresa importante, con un sueldo excelente, Mercedes deportivo de empresa y una tarjeta sin límite. Físicamente compensaba su cara anodina con un cuerpo bien proporcionado repartido en metro noventa de altura, y su personalidad, sin ser deslumbrante, no estaba exenta de interés y una buena dosis de cultura.

A veces quedábamos a la hora de comer en restaurantes de lujo donde toda yo estaba fuera de lugar. Mientras el camarero me miraba con recelo al servirme los trigueros, yo le pedía a mi acompañante que fuera al baño de caballeros y se quitara su ropa interior. Mientras en la mesa de al lado Nacho Cano compartia una ensalada con un locutor de radio yo ordenaba al que ya era mi propiedad masturbarse con una mano en el bolsillo de sus caros pantalones de traje. Mientras disfrutaba del sorbete de limón del postre él pagaba la cuenta y yo perdonaba todos sus pecados.

A veces me aburría que me llamase tantas veces por teléfono, era muy dependiente y siempre queria más. Me mandaba decenas de mensajes informándome de lo que hacia en todo momento y lo mucho que pensaba en mi. Yo me enfadaba pensando en que estaría con su mujer sin prestarle un ápice de atención y desperdiciando su imaginación con una desconocida que jamás estaría a su alcance.

Pese a todo solía prometerle que aceptaría sus regalos y me iría de viaje con él para tratarle como a un perro bien adiestrado. Otras veces le provocaba enseñándole mis tatuajes y dejando que por un momento rozase mi piel con las yemas de sus dedos temblorosos. En ocasiones simplemente le ignoraba y le decia que no me hablase porque su voz me irritaba.

Nunca hablamos de amor y jamás tuve sexo con él.

Le encantaba el color celeste y la última vez que nos vimos, sentados en el coche en una bocacalle que daba a Gran Vía, le puse una canción llamada "Pasarán" que hablaba de despedidas y luces azules. Recuerdo que mientras la escuchaba sus ojos se humedecían un poco. Por primera vez desde que nos conocimos le besé en los labios.

En la Plaza de Callao se bajó y me dejó sola, mientras me alejaba hacia mi casa, parada en el semáforo que da paso a Gran Vía, le vi entrando en la Fnac a comprarse el disco.

Jamás volví a verle ni a cogerle el teléfono. No sé si él se acuerda de mi, no puedo estar segura, lo que si puedo asegurar es que yo jamás podré olvidarle.

A aquel tipo le encantaba que le mangoneara, pero quizás al final fui yo la que se mangoneó un poco sin quererlo.
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